Recuerdos de la Laguna del Sauce o del Potrero. Capítulo 2

Por Raúl Previtali Vásquez.

Más recuerdos viejos.

Retomo la historia de la aventura de caminante de mi padre, don Raúl A. Previtali Donnelly (1902-1970), cuando junto con sus amigos encontró la Laguna, encaró el primer paso de su proyecto y encontró su "destino". Ese proyecto tuvo que ser muy diferente a la magnífica obra de Lussich, puesto que partían de realidades económicas diferentes, pero ambos tenían en común un esfuerzo sin par.


La adquisición de espacios de desarrollo y la plantación de árboles fue un lento proceso. Previtali, poco a poco, fue comprando pequeñas fracciones, principalmente en las décadas de 1940, 1950 y 1960, en pequeñas parcelas entre cinco hasta treinta hectáreas la más grande, en lugar de una sola fracción grande de estancia. Al final del esfuerzo que duró tres décadas y terminó al fallecer, su proyecto alcanzó las quinientas hectáreas, con casi cuatro kilómetros de costa y sus correspondientes serranías, la mayor parte de ellas plantadas de árboles de semillas provenientes del Arboretum de Lussich y traídas por su joven amigo y asesor forestal el Ing. César Del Castillo Lussich. Fueron muchos años de mucho sacrificio; eso lo puedo decir yo, el resto de la familia y amigos.


Eran tierras brutas, incultas, tapadas de chircales y espinas, y cerros de pura piedra; sin ocupantes en una extensión de muchos kilómetros, con una sola excepción: una parcela comprada a Santiago Martínez, en la cual don Santiago siguió viviendo por muchos años, hasta que un día murió, para permanecer fuertemente en el recuerdo. Don Santiago, un hombre muy bueno, iletrado y soltero, recibió de Previtali todo el apoyo que precisó en la vida, mientras conservaba su ranchito de paja y terrón, con sus maizales linderos a nuestra casa. Paisano tranquilo, buen narrador de maravillosos cuentos de la región.

Siendo yo muy niño, recuerdo que lo visitaba diariamente al buen viejo; me atraían sus misteriosos cuentos tanto como su perro chico de largos y medio ondulados pelos blancos con manchas negras, una simpática barbilla, espesas cejas y buenos bigotes. Don Santiago y el Garufa: mis amigos. Cuando llegaba cerca del mediodía, ellos me estaban esperando, uno con un choclo asado y el perro con sus saltos... La llegada resultaba todo un protocolo, el trato respetuoso de "usted" y el "¡choque esos cinco!", en el afectuoso apretón de manos usual en esos tiempos. Yo llegaba cruzando la cañada, saltando de piedra en piedra, encontrando siempre alguna víbora en los pastos altos del camino, y avisado desde lejos por dos parejas de teros. Esperando junto a la entrada de su rancho, el viejo de pelo cano, sentado en su cabeza de vaca, removía con un palito dos choclos en las brasas, para compartir; mientras el Garufa me lamía las manos. Esas visitas duraron casi siempre, hasta que a don Santiago se lo llevó un día el viento. Pregunté en dónde estaba y me dijeron que había muerto...

Las compras de tierra comenzaron por las que orillaban la Laguna. Cuando Previtali terminaba de pagar una, siempre aparecía otra en venta. Y de nuevo el esfuerzo de pagar las cuotas hipotecarias de la siguiente. Y así fue pasando el tiempo, durante tres décadas. ¿Los orígenes de las tierras? Algunas pocas hectáreas linderas con el bosque, salieron del padrón madre de Lussich, como retazos de su propiedad grande, a través de la sucesión; otras directamente a través de las hijas de don Antonio, y otras más a través de la Sociedad Anónima Punta Ballena, que había adquirido a la sucesión la mayor parte de las propiedades heredadas, para urbanizar y programar otros destinos.

Pero la mayor parte de las adquisiciones de Previtali provino de otros orígenes dominiales, arrimando dineros necesarios a varios vecinos: de la querida familia de don Pedro Martínez, viudo de doña Felipa Borella, y de sus hijos, también propietarios -muchos ya habían dejado la zona o el departamento-: doña Ana, viuda de Timoteo Martínez; doña Grodofela, viuda de Toribio Martínez; Fermín, Teodoro, doña Ángela, doña Rufina; y el ya mencionado "viejo" -mayor que mi padre-, don Santiago Martínez, cuya tierra eran doce hectáreas en donde se encuentra hoy el conocido Puertito, lindero con el Viejo Rancho El Trébol, nuestro hogar -hoy querencia de viejos amigos que me visitan; en el kilómetro 4 de la ruta 12-. En el lugar donde vivió don Santiago, quedaban, hasta el 2006, los restos semienterrados de su rancho, coronados por la maleza y una alfombra de azucenas, sobrevivientes, seguro, de los bulbos que él plantaba. Algunos bulbos me los traje para mi rancho, por el color de sus flores, y quizás también para que su recuerdo no muriera. La tumba del Garufa está por ahí cerca...


Al nombrar los orígenes dominiales, no puedo dejar de recordar también a las queridas familias de Gregorio Clavijo; de Ignacia, Inocencia y Felipa Clavijo; de don Pedro Bernhardt y familia (de donde proviene el nombre de "Abra de Bernhardt"), de Juan Ramón Aguiar y Anacleta Bernhardt, de Dionisio Pérez, de Longino Báez y de Zoilo Cabrera, los De León, y otras recordadas familias del lugar con las que establecimos fuerte amistad.

Muchos de sus miembros tenían, por fin, ocupación, trabajando en nuestra Granja El Trébol, que mis padres hacían marchar, junto con los viveros y las grandes plantaciones de árboles; en chacras, criando animales de granja, con 2000 pollos y 2000 patos, en madres artificiales a kerosén, chiqueros de cerdos en cuya producción, durante las vacaciones de julio, trabajábamos de niños, haciendo las "faturas" que se distribuían generosamente; la obligada quinta de verduras; vacas lecheras y demás. Ya no faltaba trabajo en la región, ni tampoco faltaron alimentos. Entre tantos recordados vecinos y colaboradores, no puedo olvidar a la querida familia Lazo Benavídez, con Valentín a la cabeza, y a sus hijos, en especial al menor, Elfo, chiquilín un poco menor que yo, compañero siempre sonriente y buen amigo hasta hoy, compinche de travesuras, y de quien aprendí los cantos y trinos del bosque; y de Irma la mayor quien hasta hace poco trabajó como cocinera. A toda la familia de don Fermín Gutiérrez, compañero nunca olvidado de tantas cabalgatas atravesando el bosque Lussich hasta el viejo almacén de los Ferreira, a comprar abastecimientos, donde también me inicié de gurí en hacer mis primeros tiros de billar y de casín, o llevando los caballos a herrar a la entrada del "pueblo" (Maldonado). Las familias de Isabelino y Juan Silva -encargados de los viveros-; de Bernabé -quien encerraba los terneros-, Andrés y Alcalá Martínez.

Y de manera más que entrañable... a mi amigo como hermano, Bruno Timoteo Martínez - amigo de niño y compañero de trabajo por los últimos treinta años, hasta su triste muerte en mis brazos, el 17 de abril de 2005, así como su mujer, la querida Irma Lazo hija de don Valentín. Me resulta imposible no mencionar con intenso cariño al indio charrúa viejo, José Fernández -el Negro José-, compañero de tantas correrías por esos cerros y sus atajos, y de tantos partidos de fútbol en los que él, más veloz que un venado, jugaba de puntero; amigo que todavía hoy vive, a sus muy largos ochenta años, en su ranchito humilde del Cerro de La Gloria que nunca quiso abandonar, dentro de la fronda del bosque, temeroso siempre de mayores comodidades que lo sacaran de su vida silvestre e independiente.

Recuerdos que nos contamos, los que aún seguimos caminando, cuando nos vemos; y a los que ya no están los traemos con el pensamiento. No hay nada mejor que ese afecto eterno...


Don Raúl Previtali nunca dejó de recorrer los rincones y parajes de la Laguna del Sauce, de las sierras y del valle. Amigando de verdad con todos, Previtali y doña Sarah, mi madre, visitaban todas y cada casa, hacían amistad sincera, intimaban con las familias de la región, orgullosos de tener esos buenos amigos, resolviéndoles sus problemas. Quienes los conocieron saben de qué estoy hablando, de la profundidad de sentimientos con que se unían con toda la gente, y en especial con la de la Laguna y el valle. Tanto Previtali como doña Sarah -que había estudiado para maestra hasta que se casó con mi padre- se ocupaban de las necesidades de todos, incluyendo también la educación, para lo cual fundaron la primera escuela pública del lugar, en una casita con una vieja palmera en la ladera este del Cerro de la Gloria, que todavía existe. La maestra rural designada por Primaria, fue una "señorita" llamada Teresa Goicochea, quien junto a mi madre hicieron maravillas, se casó después con un maestro, Mario Rivas. Tiempo más tarde, mis padres, hace cincuenta años, donaron una fracción de campo al pie del Abra de Berhardt, a Enseñanza Primaria, para construir allí una Escuela mejor.


Cuando había problemas de salud, los vecinos -si había que dar una atención especial o hacer una cirugía- se venían a Montevideo, a alojarse en nuestra vieja y querida casa de la calle Cuareim 1274. Sucedió también que doña Ignacia Clavijo estaba casi ciega por sus cataratas, y en Montevideo nada se podía hacer; Previtali la llevó a operar a Buenos Aires, con éxito, en la década de 1950. La sorpresa de doña Ignacia fue tan grande, cuando volvió a ver, como la que le causó su viaje en un hidroavión de Causa desde la Laguna directamente a Buenos Aires.

La Laguna, los cerros y ese gran valle, tienen todo eso, mucha historia, mucho sentimiento. Los laguneros, como los del valle, somos testigos de nosotros mismos, unidos por nuestro primitivo aislamiento original; siempre estuvimos cruzando o pasando algún escollo del camino, desde un cerro, un bosque de cuatro kilómetros de anchura, los arenales de las mismas dimensiones, que demandaban horas y horas a pie o a caballo, en carro o en una lenta carreta; pues todo, siempre, quedaba lejos.


Real fantasía ha sido la del Bosque Lussich y de los bosques de Previtali, los que crecieron casi juntos, hermanados por las semillas o hijos de uno convirtiéndose en árboles en el suelo del otro. Nuestros encierros estaban combinados con magia, con cuentos o relatos de misterios contados por los viejos, de bichos, de luces malas, de carretas tragadas por las arenas de los médanos (donde hoy está el Club del Lago), de aparecidos, del Dientudo de la Quinta de Don Benito, y de tantas otras cosas que conocimos mucho antes de que llegaran visitas y turistas por el camino nuevo hecho en 1950. No por la ruta 12, que vino después en 1968 y que también fuera obra de Previtali, para la que donó al Estado las tierras por la que pasaba, como también los materiales con que se construyó el firme, sacados de una cantera en la ladera del Cerro de la Gloria, junto a la cañada de Los Ceibos.

Ese aislamiento continuó inconscientemente por mucho tiempo más, después del camino y de la ruta, porque la gente del mar, cuando salía, agarraba siempre para el este, por el camino Lussich; o por la costa, cuando por 1960 se construyó la trepada desde el Portezuelo por encima de la Sierra de la Ballena. Muy pocos venían tierra adentro. Recuerdo, sí, con mucho cariño, las visitas a mi casa de las nietas y nietos de don Antonio Lussich, los Del Castillo (Héctor, Nicasio, César, y el Rubio, que llegaban montados en briosos caballos como el Babieca y el Jagüel, pingos que cuando llegaban yo admiraba con embeleso, acostumbrado a montar en pelo a mi petiso bayo, entre los caballos que montaban en casa (el "Trébol" flaco y alto, el zaino "Salvaje", el Morito negro, el tordillo Chubasco, el Rubio y el Picaso ). Recuerdo las visitas de Eleonora Rossi, Adolfo Alonso (Alonsito), los Garese y otros. Como también la visita de sus madres - las señoras hijas de don Antonio, que llegaban en un antiguo auto negro cuando ya el sendero del bosque estaba mejorado o construido el camino nuevo. Camino éste dibujado con artísticas sinuosidades entre los árboles por donde corre hoy la Ruta 12, por César Del Castillo para que el visitante pudiera disfrutar los verdes de la Naturaleza, en vez de que la municipalidad la hiciera en línea recta entre las dunas.


En 1955, mi padre con los vecinos de entonces, fundaron la Liga de Fomento de la Laguna del Sauce, cubriendo toda la región, trabajando también mucho para el desarrollo del Portezuelo y de Punta Ballena. En 1976 los vecinos de las propiedades del mar fundaron la Unión Vecinal de Punta Ballena. Por convicción y vocación de unidad elemental, en 1999, siendo presidente de la Liga de Fomento, me presenté por sorpresa ante la Unión Vecinal y los invité a integrar una asociación mayor: la Unión Vecinal de Punta Ballena y de Laguna del Sauce. El interior lagunero abría sus corazones a los de la costa marítima. Se convirtió en realidad cuando redacté nuevos Estatutos de unidad y puse a disposición, para una bandera común, el dibujo de un patito, nuestro símbolo de la Laguna. Para mí, como para los vecinos del interior lagunero, fue muy emotivo; muy lindo, muy importante. Pero hay que seguir trabajando... porque estas cosas nunca terminan, siempre están empezando...




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