Recuerdos de la Laguna del Sauce o del Potrero. Capítulo 3

Por Raúl Previtali Vásquez

Cómo llegaba la familia a la Laguna

Había que arribar al rancho, adonde no llegaban caminos; no se podía acceder más que a caballo o arriba de una carreta tirada por bueyes. Gregorio Clavijo, el primer boyero, con su sabia picana llevaba los animales por los arenales y cerros del bosque. Todos los bueyes tenían nombre, excepto el líder -por lo general era el primero a la derecha de la yunta guía-, que podía tener dos nombres, "asegún" estuviera a la derecha o a la izquierda. Al líder se le llamaba Delantero, cualquiera fuera el buey, y al grito de "¡apure, delantero buey!", comprendía y obedecía siempre.

Más adelante, mi padre ideó la manera para que la familia no tuviese que hacer trasbordo a la carreta, y con un herrero soldó unos ganchos al chasis del auto, un viejo Hudson color gris mate (no existían o no venían los metalizados), y que además - por la escasez de combustible durante la 2ª Guerra Mundial - andaba a gasógeno. Llegados al final de la penúltima etapa, ya sea en Cerro Pelado o en la Casona de Lussich, mediante una cadena, se uncían los bueyes a esos ganchos. Con el paso del tiempo, se fue haciendo "camino al andar", haciendo huella, arreglándola con pinocha, maderas y cantos rodados, hasta que un día pudimos llegar a los Ranchos prescindiendo de los bueyes.


Nuestra "patria lagunera" fue no uno sino tres sencillos ranchos de paja y terrón, colocados en forma de U, pero separados entre sí. Como fueron todos los ranchos típicos de los gauchos, cada actividad separada, y había que mojarse si llovía. Se dormía en un rancho y se comía y cocinaba en otro; y en otro debía estar el galpón. Y así también estuvieron de acuerdo el arquitecto Vilamajó y su socio don Pedro Carve. Uno de los ranchos, el del medio, tenía dos cuartos para dormir: uno para mis padres, para mí y para mi hermana Gloria todavía muy beba; el otro cuarto fue para mis tres hermanas mayores. Y un único baño para compartir entre todos, con un mueble colonial con espejo, y encima la tradicional jarra con agua, su palangana y jabonera de loza, para higienizarse. El agua la acarreábamos desde el pozo surgente, de veinte metros de profundidad, excavado en el patio central de tierra por un experto "pocero" morocho que vino de Piriápolis, llamado Lima; el que tuvo trabajo por varios años, pues siempre había que hacer pozos para obtener agua para la granja y para los viveros, así como para todos los encargados y empleados, a los que se les daba vivienda y tierra para cultivar. Con los baldes, los niños, cuando nos tocaba, debíamos hacer buena fuerza para subirlos del fondo al brocal y luego llevarlos adonde el agua hacía falta. El lugar del pozo lo había elegido con certeza mi madre usando una vara de mimbre, probando que tenía buenas dotes de "radomante". Teníamos así agua cristalina y muy sabrosa.






El segundo rancho, también fue de dos ambientes: uno para hacer de cocina, con su cocina económica de hierro a leña, sobre cuya plancha mi padre era experto en hacer jugosas costillas, y el otro ambiente fue el estar y comedor, con su estufa grande de piedra, la que he mantenido intacta, junto con las paredes de terrón, hasta el presente: un verdadero símbolo de una siempre recordada vida en familia. Otro elemento típico del estar, fue también una antigua "vitrola" a cuerda o manivela, la cual nos acercaba a algo espiritualmente tan importante como la música. Sones que trabajosamente salían de los viejos discos (78) de pasta, y gracias a la cual nuestros padres trataban de educar nuestro oído e introducirnos el ritmo - al mediodía, compitiendo con las chicharras, y de noche acompañando a los grillos y a las ranas cantando en las charcas. Probablemente que ese barullo musical, potenciado por los silencios de las noches, nos inspiraron algunas dotes para un día poder tocar algún instrumento. Tal vez por la influencia de esa vieja "vitrola", desde los siete años empecé mis clases de guitarra, que duraron diez años; aprendiendo a acariciarla para que diera melodías folclóricas o de música clásica; y más tarde, a los dieciocho años, al tiempo que comencé a ser útil en el mundo del trabajo, valga la redundancia, comencé a estudiar el contrabajo, y formé mi primer cuarteto de jazz.


Pero en casa, le estrella en ese arte, como en organizar teatro en familia desde niña, y con dotes maravillosas en dibujo, fue mi hermana Raquel, desde siempre, sin lugar a duda. Fue también Raquel, cuando siendo todavía una niña, dibujara el Patito que lució en hojas de recetas de cocina que se repartían con la venta de patos de la granja, enseñando cómo preparar el pato "a la naranja", dibujo que lució como símbolo de la Laguna del Sauce y que hoy nos mira desde el logo de la Unión Vecinal.


Finalmente, el tercer rancho, también con dos ambientes: el galpón, el cual yo comencé a usar como dormitorio, de niño a los 7 años, mientras que Gloria, mi hermana menor continuaba durmiendo con mis padres. Y ese tercer rancho de paja y terrón como los otros, tuvo un cuarto separado para alguna visita que cayera por esas soledades, llamado cuarto de huéspedes o cuarto del ala, con un pequeño baño separado compartido conmigo. Todos los ranchos, tenían sus puertas de dos hojas, una alta y otra baja, como las de los establos. De esa manera, teniendo cerrada la hoja de abajo, se evitaba mucho que entraran las víboras cruceras y de cascabel, que tanto abundaban, de tal manera que no había un día que no apareciera al menos una adentro de los ranchos, debajo de una cama o adentro de un mueble. Cuando salía a caminar por el campo, diariamente nos encontrábamos con una serpiente en las huellas del campo. Mis padres siempre nos decían: cada vez, con preocupación, que no levantáramos la vista del camino. Recuerdo que una vez, cuando ya tuve edad para dormir en el galpón, encontré una crucera que dormía entre las frazadas de mi cama, bien calentita... Resultaba que cada noche, por varios días, la víbora se comía un pajarito de los que yo agarraba con el trampero y un llamador, para escuchar sus cantos, hasta que después los soltaba; algunos volaban y no volvían, otros sabiendo que allí había comida, quedaban siempre cerca, y me regalaban con sus trinos. Pues, resulta que, todo fue porque desobedecí a mi madre, y por unos días no me hice la cama; y por otro lado, porque el galpón tenía un portón grande en lugar de una puerta como las de los demás ranchos, en las que las hojas de abajo podían permanecer cerradas. La cosa fue que, cada mañana, me desaparecía un pajarito, yo pasaba tiempo en buscarlo (inútilmente por cierto), perdía tiempo, y me iba después a tomar la leche recién ordeñada. Mientras, la sabia víbora ya sabía que no volvía, y estaba a sus anchas. Pero, compelido a hacerme una mañana la cama después de un rezongo, encontré a la crucera, muy dormida y con un bulto en la panza, ... mi pobre y último dorado pajarito. Se ve que ya estaba acostumbrada a mí... y aceptaba mi presencia...




Recién en 1960 mi padre pudo traer agua a través de un plastiducto atravesando campos desde la Rinconada de la Laguna, pasando por la zona de los cipreses calvos contra la Laguna, cruzando la zona del Puertito, la ex chacra de Don Santiago Martínez, desde dos kilómetros de distancia, donde había una toma de agua administrada por la firma Punta Ballena S.A., para dar agua a la urbanización del Portezuelo proyectada y dirigida por otro amigo de mi padre, el arquitecto Bonet. Finalmente un día tuvimos agua de OSE, en 1982, cuando hice las obras de la urbanización de Las Cumbres (proyectada por mi gran amigo el arquitecto Panchi Crispo), conectándome al agua de OSE que traje a mi costo de la Rinconada de la Laguna, así como también la energía eléctrica. Terminaban en ese momento cuatro décadas con servicios esenciales propios, con agua de pozo primero, luego agua de la Laguna a través de un plastiducto, y con luz de lámparas a kerosén y velas.

De a poco, salen los recuerdos, y entre ellos no quiero olvidar mis recuerdos de un señor que para mi parecía "gallego", pero que no lo era... parecía solamente. Un día, por el año 1946, volviendo de la escuela a mi casa de la calle Cuareim 1274, en Montevideo, al mediodía, al traspasar la puerta cancel, me parece oír - al pasar la puerta del segundo cuarto de la casa y escritorio de mi padre, como un quejido. Era algo totalmente ajeno a los sonidos que podía haber en mi casa, por lo que abrí la puerta de ese cuarto que era el escritorio de mi padre, y ante mi tremenda sorpresa, veo a una joven señora que no conocía, amamantando a una pequeña beba (del sexo me enteré después). La señora me miró algo sorprendida y me saludó cortesmente, mientras que yo quedé duro como una estatua, pues jamás había visto algo así en mi vida, y menos en mi casa. Cerré nervioso la puerta y corrí para el fondo, en donde encontré a mis padres conversando con un señor, tomando el te o un café. Allí, conocí por primera vez a Gabriel Ferreres, y yo con un problema que no comprendía, él no me oía, y al hablar gritaba un poco. Fue mi encuentro con un hombre, que fue después un muy buen amigo de mi padre y también mío, a medida que fueron pasando los años. Aquel día, recuerdo, para que yo saliera de mi confusión, mi madre me pidió que le gritara, como a mi tía Olga Previtali. Todo fue una situación muy graciosa. La señora joven no era otra que Isabel su mujer, y la beba era Selva, por supuesto. Fueron para nosotros desde el primer día, una muy querible familia, y lo es hasta el día de hoy.

Con Ferreres, pues así lo llamé siempre con respeto (nunca le dije Gabriel), pasábamos los más divertidos momentos, pues siempre tuvo una gracia muy especial para contar cuentos y situaciones de la vida. En particular los cuentos de la guerra... que se parecían a los de Gilá, un poco. Así que, era estar Ferreres, y enseguida comenzaban los cuentos. En memoria de tantos buenos momentos que pasaron Gabriel e Isabel, con nosotros, en los ranchos, es que pongo unas fotos de ellos de visita en los Ranchos, en una de esas tantas tenidas que siempre se organizaban. Claro que, por muchos años, la niñez me mantuvo ausente de muchos cuentos, pues eran cosas de grandes, y yo era demasiado mocoso... Después, con el tiempo, los alcancé y disfruté como los demás.... sus sabrosas historias.


Ese lugar de ensueño, en imponente humildad constructiva, luego de cerca de setenta años, es toda una referencia y testigo de una vida de esfuerzo y sacrificio, pero sobre todo de alegría para la familia, como también para los viejos amigos y lugareños con memoria que todavía se mantienen en pie.

Muchas veces, siendo un niño de muy corta edad, mi padre -antes de construirse ninguna vivienda- me traía consigo para que lo acompañara, y para que me fuera haciendo compañero y gaucho. Cuando el viaje era de a caballo, yo venía en su falda. Recuerdo muy bien que parábamos haciendo etapa en la casita de un amigo agrimensor llamado Rodríguez Mujica, que tenía una casita blanca de tejas rojas en el Cerro Pelado, única construcción solitaria que existía desde el "pueblo" capital de Maldonado, por donde es hoy Villa Delia (aún está, media escondida entre los comercios del lugar, antes de la curva, algo cambiada, pero la reconozco por su pequeña arcada ovalada y por su techo de tejas coloradas). Allí dormíamos, sobre mantas en el suelo, para salir a la mañana siguiente en dirección a la Laguna, bien a caballo o en carreta; o en auto, si el arroyo permitía la pasada.

En la Laguna, antes de construirse los ranchos, había un grupo de personas comandadas por el siempre leal y querido Gregorio Clavijo, limpiando y matando víboras a cada paso -las de cascabel, cruceras, y también de coral, plagaban la zona-. Mi padre había comenzado a levantar un rancho de terrón para quienes iban a trabajar en la construcción de nuestra "casa", que después iría a quedar para vivienda de un capataz. Como no había ni reparos con techo, mi padre y yo -todavía muy pequeño- pasábamos cuando íbamos, una o dos noches guarecidos por un quinchadito tipo carpa de 1,50 metros de alto, hecho sencillamente con los manojos de paja brava, parados y apoyados unos contra otros en un vértice. Esa especie de carpita de paja, a la que entrábamos gateando, era solo para dos personas. En otras carpas similares de paja dormían de a dos los quinchadores y quienes levantaban las paredes de barro. Recuerdo una de esas veces acampando con mi padre: ya dentro de las pajas para dormir, un farol a querosén cayó dentro de la carpa, que prendió fuego enseguida y la calcinó en minutos. Tengo marcado ese momento, cuando corrimos fuera de la carpa escapando de las llamas; creo que fui yo quien sin querer golpeó el farol con la pierna. Esa misma noche levantamos otros manojos de paja y dormimos muy bien. No fue más que un susto; pero, para mí, un susto y lo mejor que me podía pasar: una aventura más compartida con mi padre...

Lo contado aquí es apenas un pequeñísima parte de infinitas historias puntuales, personales y costumbristas de la región, que conservo en la mente y en el corazón, y que por haber participado en ellas no puedo tener más que agradecimiento...

La próxima nota de Recuerdos, será sobre la Capilla de la Virgen de la Asunción, en la Laguna del Sauce, situada detrás de los Cerros de Los Zorros.

Si quieren, un día puedo seguir desgranando más recuerdos, para memoria de muchos que, desde el más encumbrado hasta el más humilde, construyeron juntos, unidos, este magnífico rincón del paraíso... terrenal.


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